23 jun 2014

Gustavo Petro y el terror en Bogotá

Por Eduardo Mackenzie

Gustavo Petro trató de restarle importancia al atentado de antier en Bogotá contra una estación de policía de Chapinero. Mientras que la radio daba los nombres de los uniformados que fueron heridos (Javier Hinestroza y Javier Rojas) y del transeúnte lesionado, Henri Alarcón, y explicaba que otras personas habían sufrido un shock nervioso, el polémico alcalde de Bogotá reducía en un twitter el alcance de ese acto criminal a “un herido miembro de la Policía, dos personas con aturdimiento y daños en ventanales”. Su mensaje subliminal fue: “La suerte de esas víctimas no me interesa. Sigan su camino, aquí no pasó nada”. Petro fue incapaz de redactar un mensaje de simpatía para los heridos y sus familias. Tras dos tuits, desvió la atención hacia un partido de fútbol. Si le creemos, él es el alcalde más “humano” desde que Gonzalo Jiménez de Quezada fundó a Bogotá en 1538.

Ciertos medios le ayudaron a ocultar la gravedad del asunto. La bomba de 500 gramos de pentolita fue convertida en un simple “petardo”, palabra que evoca el folklore navideño y no la violencia y la barbarie. En seguida, dijeron que el atentado había sido realizado por “el microtráfico” en represalia por unos arrestos recientes. Tonterías. Al microtráfico, como a toda mafia, no le conviene provocar a la Policía. A las FARC sí. Con ese atentado, las FARC le dijeron al presidente Santos y al alcalde Petro que, cinco días después de la reelección del primero, ni él ni Petro son los dueños del balón, que ellas golpean donde quieren. Lo de Chapinero exigió a los terroristas montar un dispositivo sofisticado. Ellos utilizaron, dicen investigadores de la Fiscalía, una antena, encontrada a 50 metros del estallido, para activar la carga. Precisaron que la persona que la activó “estaba a 200 metros de distancia del CAI”.

Una bomba de esas características es un mensaje a todo el mundo: que las FARC seguirán combinando sus falsas promesas de paz (en el tinglado de La Habana) con hechos de terror ciego. Otro aspecto que hay que interpretar: el atentado ocurrió al día siguiente de que las FARC sacaron del cubilete un embuchado para tratar de seducir a los militares, con el objeto de abrir una brecha entre ellos y la Policía. En efecto, Rodrigo Granda, desde La Habana, dijo que era “posible atraer a los militares hacia la lucha popular”. El cree saber que “varios oficiales honestos […] reconocen la necesidad de una solución negociada al conflicto armado”. Granda intenta con eso comenzar la aplicación de uno de los pactos secretos de La Habana: el desmantelamiento de la fuerza pública y el cambio de doctrina militar. No es la primera vez que los comunistas intentan minar la unidad y la moral del mando militar. Hay antecedentes de eso desde los años 30.

Por otra parte, el lugar escogido para golpear a la Policía dice también algo: el alijo afectó no sólo a ese CAI sino que también destruyó los ventanales de la iglesia de Lourdes, de diez edificios, de varias casas, de una sede de la Universidad Santo Tomás y de 10 vehículos. Una iglesia y una universidad católica golpeadas por esa bomba: eso recuerda los ultrajes y asesinatos de católicos, incluidos de indígenas cristianos que se niegan a renunciar a su fe, que están perpetrando las FARC en zonas apartadas del país, sin que la prensa bogotana se digne decir una palabra al respecto.

Tras banalizar el atentado, Gustavo Petro convocó a una “marcha por la paz”. Es decir, le dio la espalda a una investigación seria del atentado y patrocinó un rechazo abstracto contra nadie, a pesar que sus servicios deben saber muy bien qué papel jugaron las FARC en eso.

Ese gesto es interesante. Muestra cual podría ser la táctica a seguir por el alcalde de Bogotá y por el establecimiento santista frente a los golpes de las FARC y del ELN, quien entrará muy pronto, éste último, a la danza de la paz. Seguir simulando ceguera ante los crímenes de esas bandas contra el pueblo y el Estado, para poder justificar la impunidad que Santos quiere otorgarles, será la consigna no escrita del nuevo régimen. En otras palabras, el país no sabe cómo salir de la tenaza que le han tendido: por un lado está cogido del cuello con la farsa de La Habana y por el otro las Farc siguen impartiendo su terror en todas partes para pavimentar su camino hacia una revolución palaciega, por la vía de una Asamblea Constituyente de bolsillo.

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